jueves, 23 de diciembre de 2010

A hombros de gigantes.

El pasado nos fascina de forma extraña, pues sin obtener ningún beneficio práctico desde nuestra comprensión apriorística, sentimos la imperante necesidad de conocerlo y conservarlo. Al menos normalmente.

Estamos en un punto singular de la Historia. Análogamente a la inteligencia consciente que es capaz de estudiarse a si misma, la civilización humana ha llegado a un punto extremo de autosuficiencia que como excedente le permite el estudio de si misma, y de su pasado. De hecho, la excesiva sociedad actual prioriza una autosuficiencia tán exagerada que individualmente nos libera del estimulante motor de la supervivencia y nos sumerge en un ambiente nihilista y totalmente falto de objetivos claros, excepto, claro está, el desenfreno y la diversión “siempre a tope”, por todos los medios. Ante tal estado mental, no es de extrañar que el lógico interés por el pasado se agudice, y tengamos la velada impresión, aunque no reconocida públicamente por mor de nuestro actual bienestar, de que cualquier tiempo pasado fué mejor.

Sin entrar en disquisiciones sobre tales pensamientos para las que habrá tiempo sobrado, podemos afirmar, asistiendo al inigualable espectáculo que nos ofrece la Historia (epígrafe bajo el cual englobo Historia y Arueología), que nuestro pasado está lleno de momentos gloriosos. También de momentos vegonzosos, que desde la perspectiva histórica son igual de fascinantes. Y los artífices fueron unos seres humanos enfrentados a la vida, motivados por su propia supervivencia, lo que les llevó, sin duda alguna a la grandeza. Para lo bueno y para lo malo.

Grandeza que parece más rara en el presente, o al menos, más anodina. Nos maravillamos ante los logros de las ciudades modernas, pero ante el espectáculo que debieron ofrecer Roma o Tenochtitlan, nos sobrecogemos. En un proceso que imita la idea de progreso, los logros actuales existen porque, en cierto modo “evolucionan”, de los que se dieron en el pasado. Efectivamente, nos hemos alzado a hombros de gigantes.

Nuestro pasado es por tanto nuestra principal seña de identidad, el único elemento que nos define en un universo sin respuestas absolutas. La Historia es a la civilización moderna lo que la Mitología a las civilizaciones antíguas: un identificador del que enorgullecerse o aprender, según el caso. Todo ser humano es recipiente en igualdad de condiciones del pasado de la humanidad, es nuestro legado común. Y esto conlleva el doble sentido de derecho y deber. La Historia pertenece por igual a todos como derecho, pero debe ser defendida por igual por todos, como deber.

Y en este espacio pretendo llevar a cabo un cierto esfuerzo en ambas direcciones. Por un lado, aportar al conocimiento y debate de la Historia y la Arqueología, y por otro, abogar incansablemente por su defensa y preservación. Para lo cual, tomo como referente al icono más mediático que jamás tuvo la Arqueología, Indiana Jones, para enarbolar su taxativa frase, que hace años he hecho mía, y que resume mi actitud al respecto: ¡Debería estar en un museo!

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